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El movimiento popular, la Constitución de 1949 y la necesidad de una nueva Carta Magna 

 Marisa Duarte 

Los motivos del movimiento peronista para abocarse a la elaboración de un nuevo texto  constitucional a fines de los años cuarenta del Siglo XX residen en la necesidad de instituir los  cambios sociales que el líder, en estrecha vinculación con el poder del pueblo, llevaban adelante.  Una revolución que, impulsada desde arriba, condensaba y conducía los anhelos de los de abajo. El  poder constituyente se erigió frente al poder constituido para traducir en un nuevo pacto social los  derechos adquiridos; a la vez que validó, alentó y legitimó el proceso de cambio insertándolo en el  escalón basal de las instituciones. 

Todo pacto constitucional es hijo -antes que del consenso-, de las luchas, conflictos, pujas,  enfrentamientos, contradicciones (fundamentales y secundarias) que se juegan en la arena política.  Suele pasar que un sujeto social vence y le impone el acta de capitulación a los vencidos: la nueva Carta  Magna. Si el pacto es progresivo indica que la sociedad en cuestión no estaba dispuesta a tolerar los  niveles de desigualdad e injusticia precedentes plasmados en la Constitución previa –como ocurrió  en 1949-; en cambio si el proceso es regresivo, implica que los sectores dominantes han dado un  paso al frente en el desarme de las instituciones que tienden a la igualdad –como ocurrió en 1955  al derogarse la Constitución de 1949 y en la Reforma Constitucional de 1994-. 

En el año 1949 está fechada la Carta Magna redactada por uno de los más destacados juristas del  momento, Arturo Enrique Sampay, quien le acercó al Presidente Perón una versión del texto  bastante similar al que luego fue aprobado. La convencional constituyente estaba constituida por  miembros peronistas como el propio Sampay, Domingo Mercante, José Espejo, Ítalo Luder y Pablo  Ramella; así como por convencionales pertenecientes al radicalismo (Moisés Lebensohn, Asitóbulo  Aráoz de Lamadrid, Alfredo D. Calcagno y Ramón Lascano). La Constitución tradujo al lenguaje  jurídico los cambios sociales, los derechos adquiridos y las formas concretas de garantizarlos y  hacerlos efectivos a futuro. Se abría camino de esta manera el Constitucionalismo Social al amparo  de un gobierno que puso en el centro de sus preocupaciones, estrategias y esperanzas a la clase  trabajadora y campesina; que concibió revolucionariamente la propiedad privada al ligarla a su  utilidad social y disponerla en beneficio de la nación y la felicidad del pueblo. 

Como indica Jorge Francisco Cholvis (h) la Constitución institucionaliza un proyecto de país en los  niveles social, político y económico. El texto creaba un enorme espacio a la profundización de las  transformaciones sociales; pero también provocó las resistencias más fervientes de los sectores  apátridas y conservadores. En especial aquella parte del articulado que atacaba el corazón de la  reproducción capitalista liberal apoyada en derechos individuales, que se condensa en los artículos  38, 39 y 40. 

El artículo 38 indica que “la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará  sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado  fiscalizar la distribución y la utilización del campo e intervenir con el objeto de desarrollar e  incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega  la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva”. 

El artículo 39 indicaba que “el capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como  principal objeto el bienestar social. Sus diversas formas de explotación no pueden contrariar los  fines de beneficio común del pueblo argentino”.  

El artículo 40 estableció que “la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar  del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social”. Para  garantizar esos fines el Estado podía intervenir en la economía, monopolizar ciertas actividades  estratégicas, en salvaguarda de los intereses generales de la nación. Estaba claro que la falta de  intervención estatal sólo beneficiaba al poder. 

La reacción no se hizo esperar. En palabras de Arturo E. Sampay, “Salvo excepciones personales que  no hacen la regla, la clase propietaria considera botín de guerra los bienes que posee y con la guerra  se apresta siempre a resistir las exigencias de la justicia”. 

En efecto, en 1955, el brazo armado de la oligarquía inició su venganza y con ella quedó trunco el  camino del desarrollo social y económico basado en la igualdad y la justicia. Éstos ideales murieron  en el altar de la libertad individual de unos pocos. No fue posible desconcentrar el poder y su  fundamento: la propiedad privada –en especial de la tierra-. La distribución de la tierra ha sido la  base fundamental de la acumulación originaria que luego permite el paso a los procesos de  industrialización (único camino al desarrollo no oligárquico de los países). Se inició así la  restauración del proyecto conservador con la proscripción del partido de masas y su líder. 

El proyecto político cristalizado en la Constitucional de 1949 fue derrotado en 1955, aunque no la  resistencia al programa conservador. En tanto, las causas que lo originaron no sólo siguen vigentes  sino que son más profundas y acuciantes, luego de varios ciclos económica y políticamente  regresivos que sufrimos los sectores populares. 

La Constitución de 1949 y su lugar de referencia se construye a partir de varios factores: a) la  construcción social de un liderazgo; b) la definición de un proyecto de país basado en la  industrialización y el pleno empleo; c) la identificación de un sujeto histórico (la clase obrera en  alianza con ciertos sectores burgueses) que comprendió, defendió y protagonizó el proyecto  planteado; y c) el despliegue político, económico y social del programa en el plano nacional, regional  e internacional basado en justicia social. 

El sistema capitalista actual se caracteriza en la periferia por la financiarización de todas las  actividades, el extractivismo, el endeudamiento y la fuga de capitales; procesos que dificultan – cuando no imposibilitan- la inversión productiva y el desarrollo en función del bienestar social y el  deterioro del sistema democrático. Este hecho se funda en el carácter de bien individual que asume  la propiedad privada, frente a la noción de propiedad como bien común, social. Ese carácter hace  que, tal como observa Sampay, “cuando los particulares manejan como propiedad privada la  capacidad social del trabajo y el trabajo social acumulado, los vuelcan a lo que acarrea inmediatas y  máximas ganancias”, hecho que redunda en una práctica depredadora de los recursos y  concentradora de los ingresos. Si además, este proceso viene de la mano de agentes extranjeros es  esperable que los mismos pasen de la depredación a la exteriorización de los beneficios y a la  indiferencia luego del agotamiento de los recursos.

Si viejas y nuevas carencias siguen vigentes, cabe actualizar las eternas cuestiones que dan  contenido a las cartas constitucionales para salir hacia delante de las encrucijadas que plantean los  sectores dominantes conservadores. Esas cuestiones han sido y son:  

¿Cuáles son los sujetos capaces de encarnar los intereses -económicos y políticos- de la nación en  beneficio de las clases trabajadoras?  

¿Qué liderazgos necesitamos?  

¿Qué derechos deben garantizarse? ¿De qué manera? ¿Para quienes? 

¿Qué papel debe ocupar el país en la región y el mundo? 

En definitiva, ¿qué modelo de desarrollo abre la posibilidad –hoy obturada por el extractivismo para  la exportación- de vivir en forma fraterna social y ambientalmente en nuestro país? ¿Qué modelo  nos aproxima a la justicia social, la igualdad y la fraternidad? 

Estas preguntas son retóricas si no se trabajan, forman y modelan desde las bases mismas de la  sociedad civil y sus organizaciones. 

La precariedad, la explotación, la pobreza y la miseria ejercida sobre una sociedad altamente  movilizada como la nuestra tienen límites. Básicamente, porque se trata de una sociedad que tiene  memoria de la justicia social, que luchó, vivió y murió por ella; y sabe que puede volver a hacerlo.  

La construcción de poder constituyente abre la posibilidad de que se inicie un proceso de  transformación a partir de lo preservado, de las resistencias, pero también de las derrotas, las  humillaciones y los sufrimientos.  

Negar ese compromiso histórico nos puede hacer cómplices de los escombros que cada día engrosa  el poder constituido y sus aliados. Aceptar el reto nos abraza a la mejor tradición del derecho  constitucional por y para el pueblo; así como en las luchas por una patria donde todos/as habitemos un lugar fraterno.

5.8.24

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