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Marisa Duarte 

Asistimos a un proceso de acelerados cambios a nivel estructural y simbólico en los niveles local,  nacional, regional y global. Los cambios estructurales afectan tanto al mercado como al Estado y, en  consecuencia, al conjunto de los sectores sociales en su reproducción económica y política. El  presente artículo refiere en primer lugar al contexto general que caracteriza el desempeño del  régimen capitalista global; en segundo lugar, caracteriza al Estado y su vinculación con los distintos  sectores sociales; resalta el papel de los sectores populares y plantea algunas ideas fuerza para  encarar el futuro cercano. 

El contexto global 

El capitalismo en su etapa financiera actual ha desestructurado a los Estados nación, socavando su  autoridad sin generar nuevas formas de regulación. En efecto, durante todo el siglo XX, el Estado  Nación gestionó los conflictos y respondió a las necesidades de sus ciudadanías. A fines del siglo XX se produjo el tiro de gracia a esta estructura a través de la desregulación completa de las finanzas,  la legislación extraterritorial pensada para la protección del capital financiero de los países centrales  y la autonomía de los desarrollos tecnológicos. Mientras tanto, los Estados Nación debieron seguir  pagando los costos de las propias restricciones, más las derivadas de las extremas libertades con  que se mueve el capital y sus instrumentos. 

El fin de la aspiración a una “sociedad de naciones” y la vuelta a la rivalidad entre las grandes  potencias llevó a la incapacidad de los Estados Nación de garantizar condiciones de vida razonables  y un régimen de convivencia interno perdurable. Este debilitamiento de los Estados fue un objetivo  explícito de los sectores financieros que acumulan riqueza en función de la disminución de la  capacidad de los Estados para regular la actividad económica y, a la vez, asumiendo parte de sus  funciones regulatorias. Cabe aclarar que las nuevas regulaciones siempre están dirigidas a  acrecentar la libertad del capital y anular las libertades (políticas, civiles, económicas y sociales) de  los ciudadanos y los Estados.  

Más recientemente, no sólo se ve debilitado el Estado Nación, sino también los pactos que  organizaron los vínculos entre las naciones, como la Organización de Estados Americanos (OEA).  El desarrollo actual del capitalismo vuelve superfluo el funcionamiento de las democracias formales.  Éstas últimas operan en un marco completamente caduco con respecto al enorme desarrollo que  evidencia el sistema capitalista, cuyas acciones de gobierno global no están sujetas a ninguna norma 

democrática. Asistimos entonces a regímenes políticos acotados al marco del Estado Nación (la  ciudadanía sigue respondiendo al principio de territorialidad y al de herencia), donde las condiciones  de vida de sus ciudadanos son pautadas en un espacio que los excede debido al extremo poder  librado a las finanzas y a la aterritorialidad de los capitales. 

Los procesos de financiarización, liberalización, concentración y extranjerización –enmarcados en  una disputa por la hegemonía a nivel global entre Estados Unidos y China donde Estados Unidos  quiere asegurarse el control geopolítico del continente- están impactando sobre los sectores  trabajadores de diversas maneras. Desde la caída del salario, el aumento de las tasas de explotación,  el aumento de la desocupación y una avanzada sobre los instrumentos de representación sindical y  política de estos sectores. 

Los mecanismos a través de los cuáles se hace efectivo el deterioro de la expresión política de los  sectores trabajadores son: el control de los medios de comunicación con el uso de noticias falsas; la  politización de la corporación judicial, el manejo –legal e ilegal- de información sobre las personas y  la persecución ideológica y política de sus referentes, habiendo asistido a la eliminación física de  militantes, así como al encarcelamiento de opositores. El objetivo de los sectores dominantes es la  apropiación del máximo excedente posible, la eliminación del populismo, el quiebre de las  organizaciones sindicales y la instauración del neocolonialismo. 

Estos mecanismos prueban que el Estado de derecho ha sido debilitado, que ha perdido su función  de garante del interés general para acotarse a ser un instrumento de la clase dominante. El estado  de derecho es destruido cada día por la alianza gobernante sin posibilidad de generar un nuevo  pacto de convivencia, porque aprovecha las posibilidades que abre el proceso de destrucción: la  desposesión, el saqueo, la corrupción y la inmoralidad. 

El Estado 

La definición marxista del Estado político moderno no traduce en forma lineal los intereses de las  clases dominantes al nivel político, sino la relación de estos intereses con los de las clases  dominadas, por tanto constituye la expresión política de los intereses de las clases dominantes. Desde la revolución francesa, la burguesía lleva adelante una revolución política según la cual una  parte de la sociedad civil se emancipa y alcanza un poder universal, donde los intereses de las clases  dominantes encarnan el interés general. Esto le da sentido a la constitución política de las clases  dominantes y a cierta escisión del Estado respecto de la sociedad civil, le otorga cierta autonomía  relativa.

El estado aparece como el resultado de la conjunción en distintos planos (estructural y  superestructural) de sujetos con intereses muchas veces contradictorios. Esta síntesis de sujetos  sociales produce el Estado político moderno. Los valores sobre los que se edifica ese Estado son los  valores universales de libertad e igualdad (tanto formal como abstracta). La teoría política tematizó  estos rasgos en torno a la racionalidad del Estado. 

La contradicción de intereses, la atomización y la competencia por conseguir el propio interés está  normado en el sistema jurídico moderno. La función objetiva del Estado es preservar y mantener, a  la vez que contener, el fraccionamiento de la sociedad civil y organizarla en torno al modo de  producción capitalista. La legitimidad del Estado se funda en el conjunto abstracto de individuos  formalmente libres e iguales, sobre la soberanía popular y la responsabilidad del Estado con el  pueblo. El pueblo indica la presencia de sujetos, en tanto productores y ciudadanos, cuyo modo de  participación en una comunidad política nacional expresada por el Estado se manifiesta en el  sufragio universal.  

Esta idea del Estado político moderno se diferencia del Estado feudal corporativo o fascista porque  en el segundo los intereses económicos y sociales de las clases dominantes son consagrados por el  Estado fuerza, encubiertos en una ideología justificadora. Durante el Siglo XX, el Estados nación se  consolidó en base a esta dinámica que tendió a la conciliación de intereses y la lucha de clases se  expresó en distintos tipos de estructuraciones políticas en el centro y en la periferia. La conciliación  de intereses fue propiciada a la luz de la amenaza de las revoluciones que triunfaron en el este y en  América Latina, más los movimientos de liberación nacional que marcaron los límites de los  regímenes autocráticos. 

A su vez, el análisis del régimen democrático fue variando según las etapas históricas que atravesó  el proceso de modernización. Hasta los años sesenta en nuestra región se intentó pensar el  desarrollo (económico y político) como producto histórico de una síntesis entre agentes, procesos  y estructuras -internacionales y nacionales-, así como de sus planos económico, social, político,  ideológico, institucional y cultural. En la Argentina, el afán por conseguir el establecimiento de un  régimen democrático a lo largo del siglo XX estuvo atado a un cuestionamiento de las bases  estructurales del régimen de acumulación, vinculado a la identidad que los movimientos políticos  populares imprimieron a esos regímenes.  

La crisis de mediados de los años setenta y el disciplinamiento que implicó la dictadura derivó en  una forma de entender la transición democrática como el pasaje a una forma de convivencia social 

atada a las formalidades de la democracia, a la vez que se desligó de sus principios de justicia social  e igualdad (más aún de sus aspiraciones revolucionarias y/o profundamente transformadoras).  Esto llevó a la predominancia del accionar de los partidos y sindicatos mayoritarios y al rezago de  las organizaciones minoritarias como de aquellos sectores cuya cultura, voz, necesidades y  expectativas estaban alejadas del ámbito parlamentario. Para estos sectores, se generaron formas  paralelas de “hacer política” (el clientelismo, los programas sociales, el intercambio de bienes por  respaldo político, la política de los movimientos sociales y las políticas –de educación, salud, trabajo para los pobres). Así, la vitalidad democratizadora de los sectores vulnerables queda presa de  intercambios políticos apartados de la escena de la democracia formal y, por tanto, el Estado de  derecho finaliza en el contorno que le dan las capas medias y superiores de la sociedad. Es imprescindible retomar los enfoques integrales para pensar nuestras sociedades, entendiendo el  carácter y la condición de los sujetos realmente existentes, sus intereses y estrategias políticas para  vislumbrar si es posible construir una alianza de clases que no sólo tenga vocación de gobierno, sino  también de poder y, por tanto, capacidad de transformación social. 

El pueblo 

Durante todo el siglo XX la reacción a la oligarquía estuvo dada por la alianza defensiva que canalizó  políticamente primero el yrigoyenismo y luego el peronismo. A partir de los años cuarenta del siglo  pasado, dicha alianza consistió en la conjunción de sectores trabajadores con la burguesía nacional  en función de un esquema de desarrollo industrialista que generaba procesos de distribución  primaria del ingreso. Luego de la oleada neoliberal de la década del ’90 ocurren dos procesos en  paralelo: la burguesía desplaza su base de reproducción material de la industria para diversificarse  (con especial dirección a los servicios y las finanzas) y profundizar su vínculo con el Estado; por otro  lado, el mercado de trabajo –aún de las etapas de expansión- podía tender a bajas tasas de  desempleo, pero que conviven con altas tasas de informalidad y bajos ingresos, lo que da como  resultado una gran heterogeneidad al interior de las clases trabajadoras. 

En la actualidad, cuando se plantea el fin del modelo de inclusión social y se profundiza el  extractivismo, lo que está proponiendo es la vuelta al modelo agroexportador. Para ello, no hace  falta un mercado interno robusto, ni un nivel razonable de salarios, ni producir valor agregado. No  hace falta una clase obrera que produzca y consuma, ni empresarios que inviertan y produzcan,  ambos en y para el mercado interno y externo. 

El proceso de financiarización de la economía y la irrupción de China como gran comprador de  materias primas y como exportador de industria a bajos precios, da como resultado la eliminación  de la industria local de países como la Argentina por efecto de la recomposición de los precios  relativos (que hace que sea más barato importar que producir). Esto quiere decir que ha cambiado  la centralidad estructural que ocuparon los trabajadores y los empresarios locales en el desarrollo  del país.  

Frente a esta situación, los sectores trabajadores organizados –ocupados y desocupados- se  encuentran a la defensiva y, porlo tanto, intentan conservar lo que tienen. Los movimientos sociales que consiguieron institucionalizar su vínculo con presionan por conseguir –al menos- ingresos que  garanticen la subsistencia. Los trabajadores organizados sindicalmente intentan aferrarse a una  legislación laboral en constante amenaza de degradación para no perder derechos y equiparar el  avance la inflación. En tanto los dirigentes sindicales y políticos oscilan entre comportamientos no  siempre congruentes con la defensa de sus bases sociales de sustentación. La falta de claridad en  las estrategias puede asociarse al clima de indefinición existente respecto de la direccionalidad que  tome el proceso político. 

Las salidas políticas 

Tanto para oponerse al ajuste (hacer efectiva la resistencia de los sectores trabajadores) como para  pasar a la ofensiva política y electoral es necesaria la unidad del campo popular detrás de un  proyecto político capaz de encolumnar tras de sí a los sectores trabajadores y sus aliados.  La tarea no es fácil por varias razones. En primer lugar, porque la derecha en general, la dirigencia  nacional y sus aliados internacionales, actúan constantemente para atomizar a los distintos sectores  sociales subalternos; en segundo lugar, debido a la gran heterogeneidad que caracteriza a la clase  trabajadora (una parte de la cual no tiene conciencia de clase); por último, porque la política  profesional no piensa más allá (ni más acá) de la siguiente elección. Por tanto, se piensa en la unidad  en términos de una suma de individuos. En cambio, es importante trabajar menos para “la política” y más en “lo político” y luego sus intermediaciones. 

Para formar una coalición política capaz de hacerse con el Estado para transformar la estructura del poder, es necesario: imaginar el país que queremos ser, plantear un plan de desarrollo a varias décadas sobre el cual generar los consensos necesarios e identificar a los sujetos sociales capaces  de corporizarlo. 

Esa tarea implica pensar la unidad, no como una suma de individuos, sino como una amalgama  contradictoria de sujetos que busca el bien común de la nación y sus ciudadanos. Sólo bajo un 

proyecto de país que integre a todos sus actores será posible que cada sector relegue una parte de  sus intereses en función del bien común: esto es, que aspire a formar un bloque de poder con  vocación hegemónica. 

La situación crítica en la que estamos propicia la actualización de viejas preguntas: ¿Qué tipo de  desarrollo puede plantearse un país dependiente como el nuestro? ¿Está en los objetivos de los  principales actores sociales, políticos y económicos el desarrollo industrial del país? ¿Qué sectores  pueden liderar ese proceso? ¿Existe una burguesía nacional industrialista? ¿Existe una clase obrera  capaz de encarnar al sujeto histórico? 

Se impone repensar el desarrollo al que aspiramos en términos de modernización económica y  profundización democrática (que reconozca la igualdad de géneros, razas, etnias, religiones, nacionalidades) que, basado en lo local y lo nacional, pueda mirar lo regional y el mundo. Lo que  exige discutir un nuevo contrato social, una nueva constitución para un modelo de desarrollo que, 

conducido por los mejores de los nuestros, construya un bloque social amplio capaz de expresar la  unidad contradictoria de los intereses existentes.

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